En febrero de 2013, el Papa Benedicto XVI rompió con una tradición de más de 600 años al comunicar su renuncia. Los cardenales comenzaron un nuevo cónclave para elegir al nuevo líder espiritual, y días más tarde Jorge Bergoglio, bajo el nombre de Francisco, había sido elegido.
Escrita por Anthony McCarten —autor y guionista nominado a un Óscar por La teoría del todo, El instante más oscuro y Bohemian Rhapsody— esta es la historia de dos hombres muy diferentes, cuyos destinos convergen e influyen en el otro.
Ciudad de México, 20 de diciembre (SinEmbargo).- En febrero de 2013, se rompió con una tradición de más de seiscientos años: el Papa Benedicto XVI, antiguo protector de la doctrina y leal heredero de Juan Pablo II, hizo un anuncio sin precedentes al comunicar su renuncia. ¿Por qué Benedicto, el Papa más conservador de la era moderna, hizo algo tan poco tradicional?
A las pocas semanas, las puertas de la Capilla Sixtina del Vaticano se cerraron, y los cardenales comenzaron un nuevo cónclave, el segundo en menos de una década, para elegir al nuevo líder espiritual de una Iglesia con más de 1200 millones de seguidores en el mundo. Días más tarde, el carismático Jorge Bergoglio, bajo el nombre de Francisco, había sido elegido. Este libro relata la historia de dos hombres muy diferentes, cuyos destinos convergen e influyen profundamente el uno en el otro.
A continuación, SinEmbargo comparte, en exclusiva para sus lectores, un fragmento del libro Los dos papas: Francisco, Benedicto y la decisión que estremeció al mundo, escrito por el neozelandés Anthony McCarten, novelista, dramaturgo y cineasta conocido por ser el guionista de La teoría del todo, El instante más oscuro y Bohemian Rhapsody. Cortesía otorgada bajo el permiso de Roca Editorial.
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Prólogo
El 11 de febrero de 2013, una tradición que tenía setecientos años saltó por los aires: el Papa Benedicto XVI, antiguo protector de la doctrina y leal heredero del largamente sufriente Juan Pablo el Grande, hizo un anuncio sorprendente. Tras ocho años en el papado, y debido a su avanzada edad, iba a dimitir, pero manteniendo el título de «papa emérito» todo el tiempo que le quedase de vida.
Al cabo de unas semanas, las enormes puertas de la Capilla Sixtina, en el Vaticano, quedaron selladas, y los cardenales, reunidos en cónclave por segunda vez en menos de una década, tuvieron que elegir a un nuevo líder espiritual para los 1,28 mil millones de seguidores de la Iglesia católica. Cuando se abrieron de nuevo las puertas, unos días después, fue elegido papa el carismático argentino Jorge Bergoglio, que tomaría el nombre de Francisco. El mundo, por primera vez desde el año 1415, tenía dos papas vivos.
Los motivos para el cataclismo de Benedicto se convirtieron en alimento de especulaciones. Un papa debe morir en el ejercicio de su cargo, eso se sobreentiende. ¿Acaso no formaba ese hecho parte de la descripción del puesto? No era solo una tradición, sino prácticamente un dogma. Como explicaba The Washington Post, citando a un teólogo experto: «La mayoría de los papas modernos han creído que la dimisión es inaceptable, excepto en casos de enfermedad incurable o debilitante… es decir, en palabras de Pablo VI: no se puede dimitir del papado».
La dimisión del papa Benedicto no carecía por completo de precedentes, ni tampoco el dilema de los dos papas vivos. En la larga historia de la Iglesia han dimitido tres papas, y 263 no. Gregorio XII lo hizo en 1415, en medio de una lucha política entre Italia y Francia por ver quién controlaba la Iglesia católica. Pero tenemos que remontarnos a 1294, a Celestino V, para encontrar un papa que decidiera por su propia voluntad (debido a la «añoranza de la tranquilidad de su vida anterior») apearse del papado.
La reacción en tiempos de la bomba de Celestino fue la indignación. Hay un pasaje del canto tercero del «Infierno», en la Comedia, en el que Virgilio guía a Dante a través de las Puertas del Infierno. Antes de llegar al Infierno, pasan por una antecámara donde resuenan los gritos de agonía de las desgraciadas almas que vivieron una vida «sin deshonra y sin alabanza»; gente peor que los pecadores, que no había conseguido actuar, que no había conseguido creer o no había cumplido las promesas hechas. Dante mira las caras condenadas de esos anodinos incorregibles, hasta que en un momento dado ve a un hombre y escribe: «Vi y reconocí la sombra que proyectaba, por cobardía, la gran negativa». Ese hombre, por supuesto, era el papa Celestino V, cuya dimisión horrorizó tanto al gran poeta italiano que la inmortalizó en su magnum opus.
De modo que, sabiendo la indignación que causaría una dimisión papal, ¿por qué hace precisamente Benedicto, el papa más tradicional de la era moderna, la cosa menos tradicional que se pueda imaginar? La mala salud solamente no es una explicación válida; de hecho, siempre ha sido una «ventaja» para un papa, porque con ella recrea, para que todo el mundo lo vea, el sufrimiento del propio Cristo en la cruz. Un misterio adicional que hay que desvelar también: cómo es posible que ese protector de la fe ultraconservador, guardián de la doctrina, contemplase siquiera la dimisión cuando, como sabía muy bien, entregaría la silla de san Pedro al radical Jorge Bergoglio, un hombre muy distinto de él en carácter y en opiniones.
Este libro relata la historia de dos papas, ambos poseídos por una autoridad tremenda e inalienable, una extraña pareja cuyos destinos convergieron, y que se influyeron el uno al otro poderosamente.
Consideremos primero a Benedicto, antiguo cardenal Joseph Ratzinger, un intelectual alemán, suspicaz ante el humor, introvertido, degustador de lujos y un poco dandi en el vestir (revivió la tradición papal de calzar zapatillas de terciopelo rojo, encargó a un perfumero que crease una fragancia especial para su uso exclusivo), que sentía que la «negativa» de la Iglesia a doblegarse y a cambiar es precisamente su mayor fuerza, y en realidad el secreto de su duración y su intemporalidad. Aunque sincero en sus deberes sagrados, era un hombre completamente carente de don de gentes. Teólogo introvertido, carecía de experiencia alguna sobre el terreno. Que se sepa no era aficionado a ningún deporte. Tampoco dijo nunca una sola palabra romántica a otro ser humano, que sepamos.
Por otra parte, Francisco (o como le encontraremos al principio, el cardenal Bergoglio) es un argentino carismático, amante de la diversión, aparentemente un hombre humilde, extrovertido, que viste con sencillez (llevó el mismo par de zapatos negros veinte años, y todavía usa un reloj Swatch), y partidario intermitente de la Teología de la Liberación, un movimiento católico que busca ayudar a los pobres y oprimidos mediante la implicación «directa» en actividades políticas y cívicas. Es un hombre que sí tiene don de gentes. Un hombre del pueblo. Incluso tuvo novia una vez y trabajó como gorila en un club de tango. Ardiente hincha del fútbol.
El «pecado» es un tema importante en la vida de ambos hombres, y más específicamente la gracia y la sabiduría extra que se obtiene si un pecador o pecadora reconoce sus fallos y deja atrás sus pecados. Es mucho más sabia, mucho más valiosa como futura maestra, sanadora y guía una persona que tiene una comprensión plena y de primera mano de las debilidades particulares del ser humano, de sus fallos o problemas, pero que ha sabido alzarse después desde ese lugar oscuro para ver las auténticas dimensiones de los mismos. Por el contrario, es mucho menos valioso, e incluso más peligroso, el que no ha conseguido tener esa visión.
Jorge Bergoglio se etiqueta abiertamente a sí mismo como pecador, señala continuamente que esto no es un eufemismo, una simple frase hecha. Él ha pecado. Va más allá incluso, y establece de una manera polémica que para un sacerdote no basta con realizar el ritual de la confesión de los pecados. Hay que emprender unos pasos prácticos para expiarlos en tu vida cotidiana, hacer cambios reales, profundos. Nadie queda limpio simplemente con una rápida visita a un sacerdote y confesándose. Hay que «actuar». Como ha dicho: «El pecado es algo más que una mancha que hay que quitar yendo a la tintorería. Es una herida que hay que tratar y curar».
Esta lógica sugiere una agenda verdaderamente reformista, que, si se le permite, llegaría de forma natural a muchas otras áreas de las creencias y la enseñanza doctrinal. ¿Cómo es posible, por ejemplo, que un sacerdote que es célibe pueda tener la confianza suficiente para dar lecciones en temas sexuales? Seguramente la Iglesia debería, con similar franqueza, admitir que no es la más cualificada para imponer sus puntos de vista en ese aspecto. ¿Cómo van a juzgar hombres solteros, que se niegan el sexo, a parroquianos sexualmente activos, con una experiencia de la vida mucho más completa y variada que la suya? Como dijo una vez Frank Sinatra: «Santidad, si uno no juega, no es quién para poner las reglas». ¿Y cómo es posible que un novicio célibe, por ejemplo, el día de su ordenación, cuando se le pide que renuncie al sexo durante el resto de su vida, tenga la información necesaria para saber a qué está renunciando? No es posible que lo sepa.
Si esa persona ingenua nunca ha explorado sus propios impulsos sexuales, ¿qué hará, si un día esos impulsos se hacen sentir? Como otros muchos antes que él, se verá obligado a llevar una doble vida, a veces con desastrosas consecuencias, y a veces con muchas víctimas inocentes. Y ¿qué es lo que hace apta a la Iglesia para decir que sólo los hombres célibes son recipientes adecuados para enseñar desde el púlpito el ministerio de Dios?
Del mismo modo, si la historia de Adán y Eva, como ha dicho Francisco, es solamente una parábola y no hay que tomarla como hechos literales (desluciendo considerablemente así todo el mito de la creación en siete días), ¿qué otras partes de las sagradas escrituras hay que considerar también inventadas? ¿Es también una parábola la historia de Cristo surgiendo de entre los muertos y ascendiendo en cuerpo y alma a los cielos? Si la franqueza de Francisco se extiende lógicamente a todas las áreas de la fe y el dogma, ¿dónde acabarán los reajustes?
La historia que sigue se desarrolla en su mayor parte en un Vaticano en crisis, empantanado de escándalos, pero al que se le niegan los remedios más sencillos, consciente de la necesidad de cambio, pero temeroso de las pérdidas que llevará consigo ese cambio, con un papa que, a causa de su pasado, se siente carente de autoridad moral, habilidades y fuerza para lidiar con esos escándalos, y un segundo y nuevo papa que, precisamente a causa de su pasado, predica su liderazgo espiritual sobre dos mil millones de seguidores admitiendo que es un pecador.
Es una encrucijada vital en el viaje de una institución que ha durado dos mil años. Se plantea un dilema interesante ante la situación de tener dos papas vivos, que tiene que ver con el concepto de la infalibilidad papal. Expliquémoslo brevemente.
Durante dos milenios, la Iglesia ha luchado para evitar tener dos papas, y casi lo ha conseguido por completo. Algunos pontífices incluso fueron envenenados para que esa situación no se produjera. ¿Y el motivo? ¿Por qué los papas no pueden ejercer un tiempo, y luego retirarse para ser reemplazados por un hombre más joven? Infalibilidad. La gracia de la infalibilidad. El don de la corrección, un regalo de Dios a aquel que se sienta en la silla de san Pedro, la gracia de tener razón, indiscutiblemente, en el presente y, lo más importante de todo, en el futuro, por tiempos inmemoriales, en todos los asuntos de doctrina.
Cuando el Papa habla ex cátedra, es decir, desde la silla de Pedro, hablando como papa y no como individuo privado, sus palabras forman parte del magisterium, es decir, las enseñanzas oficiales de la Iglesia católica, que tienen el poder y la autoridad de Cristo tras ellas. ¿Cómo podrían Ratzinger y Bergoglio coexistir y ser infalibles ambos, tener razón ambos… cuando parecen estar en desacuerdo en tantas cosas?
De hecho, podría considerarse que mientras ambos continúen coexistiendo, deben servir como prueba eterna de que los papas sí son falibles, ya que si están en desacuerdo, uno de los dos papas tiene que estar equivocado. Y un papa que está equivocado, y que se demuestra que lo está por la simple existencia de su gemelo, su voz compensatoria, no es papa, en absoluto. Para cada pronunciamiento papal camina y respira su refutación, el contraargumento vivo, invalidándolo. ¿Cómo pueden estar los dos benditos por Dios y llenos del don de la sabiduría última… y sin embargo, estar en desacuerdo?
Dado, pues, que se hallan disponibles dos puntos de vista papales, en el momento de escribir esto, los católicos, e incluso algunos líderes de la Iglesia, pueden elegir qué papa o qué posición papal les conviene más, el benedictino o el franciscano, haciendo real así el dilema práctico de tener dos hombres de blanco.
El cardenal americano ultraconservador Raymond Burke, crítico de Francisco, dijo a un periódico católico en 2016: «Mi papa es Benedicto». Un antiguo embajador papal conservador en Estados Unidos, el arzobispo Carlo Maria Viganò, incluso ha pedido la «dimisión de Francisco», en lo que algunos han visto un acto de venganza porque Francisco lo sustituyó como nuncio papal (un supuesto castigo por haberse reunido en secreto con conservadores de Estados Unidos opuestos al matrimonio gay). Viganò alega que una vez le habló a Francisco de los abusos sexuales del cardenal americano Theodore McCarrick y que Francisco no emprendió ninguna acción consecuente hasta mucho después. Ya sea verdad o no la acusación, en tiempos modernos no tiene precedentes que un papa sea atacado de una manera tan rebelde por su propio clero.
Pero Benedicto, en una curiosa carta hecha pública por el Vaticano en septiembre de 2018, ha reprendido a aquellos que, como Burke, todavía le juran lealtad a él, presentando un frente común con Francisco y criticando duramente a aquellos que alegan una discontinuidad en la teología, tildando a esa ira antifranciscana de «estúpido prejuicio». Para devolverle el cumplido, Francisco ha abrazado públicamente a su predecesor, a quien ha comparado con «tener un padrino sabio en casa». ¿Están satisfechos los Burke y los Viganò dentro de la Iglesia, viéndose reducidos al silencio? En absoluto; más bien lo contrario.
En un mundo donde los desheredados y los desafectos arremeten contra el poder con un efecto a menudo autodestructivo, la Iglesia católica se encuentra en aguas muy inusuales y peligrosas.
Joseph Ratzinger es un hombre de firmes principios. Este libro examinará su pasado para decodificar los orígenes de esa profunda convicción de que el cambio es más señal de debilidad que de fuerza. Su elección como papa en 2005 seguramente representó una opción segura, dadas las circunstancias de aquel momento. Era, en efecto, una persona segura.
Después de la teatralidad de Juan Pablo II, su influencia, sus viajes, viajes y más viajes (¿quedó una sola pista de aterrizaje de aeropuerto en el mundo no besada por sus labios?), la madre Iglesia necesitaba descansar, arreglar un poco la casa. Benedicto, eminente teólogo, volvería a reafirmar, proteger y fortalecer la antigua doctrina. En resumen: se aseguraría de que las reformas pendientes siguieran pendientes. Esa era su fuerza y su valor. Ya desde niño tenía su habitación muy ordenada. Según todas las pruebas, ese hijo de policía creía que solo en la autoridad, las normas y la obediencia a la ley, en lo indisoluble, encontrarían verdadera paz los creyentes.
Las dudas, la incertidumbre, la vacilación y la corrección incubaban el desafecto, la desesperación, el cinismo y finalmente el desprecio. El alma de las personas, nos pedía que creyéramos, anhela la certeza. Hablaba repetidamente de lo que veía como la mayor amenaza a esa certeza: el espíritu del relativismo. Se desesperaba al ver tantos vientos doctrinales, tantas corrientes ideológicas, tantas formas nuevas de pensar, en las décadas recientes. En un mundo así, ¿cómo vamos a saber quién dice la verdad? ¿Cuál es la verdad? El mundo tiembla, lleno de voces rivales: marxistas, liberales, conservadores, ateos, agnósticos, místicos… y en todos los pechos late el grito universal: «¡Yo digo la verdad! ¡Solo yo!».
No, dice Ratzinger, solo hay una verdad. Dijo el Señor: «Yo soy la verdad». El núcleo de las enseñanzas de Ratzinger es que tiene que haber un punto de referencia común, un axis mundi, si queremos evitar el caos, el cataclismo y el conflicto. Una verdad a partir de la cual podamos navegar todos. Esa es la postura doctrinal que podría compararse a una brújula que señala en todas direcciones, pero que necesita que su punto de partida sea el verdadero norte. Solo entonces puede ayudar a los viajeros a organizar un viaje, y encaminarlos en la dirección correcta. Lo mismo ocurre con la moralidad humana, parece decirnos.
¿Cuál es el verdadero norte? Pues Dios. Sin Dios, la humanidad no tiene punto de referencia acordado, no hay axis mundi. Toda opinión es tan válida como cualquier otra. La verdad se vuelve relativa. Matar a Dios es matar en realidad toda esperanza de verdad absoluta. Tu verdad es tuya, la mía es mía, encerrando a cada persona en una prisión según su propia interpretación de lo bueno y lo malo.
Y esa era la gran crisis de la vida occidental, según la percibía Ratzinger: la maldición del relativismo. ¿Qué daño había causado? Él veía claramente que, al menos en el mundo de habla inglesa, cada vez menos personas tomaban su fuego de la llama encendida por la fe cristiana, de dos mil años de antigüedad. Tomemos América, por ejemplo. Si los ex católicos se pudieran considerar un grupo religioso propio, serían la cuarta religión más grande de Estados Unidos. En Gran Bretaña, más de la mitad de la gente de menos de cuarenta años dice que no tiene religión. ¿Por qué tantos y tantos, silenciosa y sistemáticamente, se alejan de las iglesias?
Había otras crisis más apremiantes que le esperaban cuando llegó al papado. Muchísimas. Los hombres del clero habían cometido delitos, sus colegas, su personal, trabajadores de la viña del Señor. Delitos que implicaban botones, a menudo botones de niños, cremalleras, manos, genitales, bocas. Transgresiones, traiciones, secretos, intimidaciones, mentiras, amenazas, traumas, desesperación, vidas arruinadas. Y todas estas maldades en un clima de mojigatería, con aroma a incienso antiguo.
Cada escándalo, a su manera, conmocionaba a Benedicto y erosionaba su creencia de que él era el hombre que podría solucionarlo. Finalmente, sorprendió al mundo. Hizo lo impensable. Se retiró. Y al hacerlo, irónicamente, ese gran tradicionalista robó a la Iglesia una certeza tradicional, en la cual los fieles que le quedaban siempre habían confiado: que un papa es papa de por vida.
En el otro extremo del espectro, en muchos aspectos, se encuentra Jorge Bergoglio, el reformador. En cuanto se hubo convertido en el papa 266 y tomado el nombre de Francisco, empezaron los comentarios indiscriminados. Rápidamente estuvo en boca de todos, y el lema universal era: «¿Que el papa ha dicho qué?». Un soplo de aire fresco, el carisma de una estrella del rock, un toque de John Lennon también (ambos hombres han salido en la portada de la revista Rolling Stone, después de todo), con propensión a hacer declaraciones chocantes, de tal modo que hasta sus partidarios más ardientes dieran un respingo. Para igualar la observación de Lennon de que los Beatles eran «ahora más populares que Jesús» —que hizo que los fundamentalistas en el corazón de América se lanzaran como posesos a quemar discos—, estaba la asombrosa afirmación de Bergoglio de que incluso los paganos pueden ir al cielo.
¿Los paganos? ¿De verdad? ¿Esos adoradores de ídolos de madera, esos dormilones del domingo, podían ir también al cielo? Entonces, ¿para qué sirven, se preguntaban con razón muchos de los católicos del mundo, esas miles y miles de horas dedicadas a rezar de rodillas, todos esos sermones y regañinas desde el púlpito, todas esas visitas al confesionario con las consiguientes penitencias, todos esos rezos inacabables del rosario, contando entre pulgar e índice cada cuenta del rosario, todos esos ayunos de cuaresma, toda esa sublimación de los deseos naturales, todo ese amor exigido por Dios, y finalmente toda esa culpa, tanta culpa… para qué? ¿Para qué sirven, si no te dan alguna ventaja a la hora de asegurarte la última recompensa celestial? Pero el nuevo papa lo confirmaba: no era culpa de los paganos haber nacido en una cultura pagana. Por tanto, es muy injusto que solo los educados en la fe de Dios, por accidente de nacimiento, puedan conseguir las mejores habitaciones en el hotel celestial. Con tales observaciones, el nuevo papa parecía empeñado él solito en revivir el espíritu de los años sesenta del siglo XX.
Pero no acababa ahí, sorprendiendo a la gente. A los homosexuales les ofrecía las disculpas de la Iglesia, ex cátedra. «No es papel de la Iglesia juzgar a los homosexuales», proclamó. Incluso se dice que le dijo a un hombre gay, Juan Carlos Cruz (víctima de abusos sexuales), que «Dios te hizo así, y te ama así, y a mí no me importa. El papa te ama así». (En contraste con Benedicto, que llamaba a la homosexualidad «un mal intrínseco».)
El Papa Francisco no ha descartado que haya sacerdotes casados tampoco, diciendo que «es humano querer un pastel, y comérselo… naturalmente, uno quiere las cosas buenas de la vida consagrada, y de la vida laica también». Le hace feliz admitir la hipocresía de la actual postura de la Iglesia, dado que ya hay sacerdotes casados en los rincones más remotos del imperio católico, en las ramas griega y rusa. Y le hace feliz también reconocer que el propio san Pedro tenía hijos. Clemente IV y Adrián II estaban casados antes de acceder a las órdenes sagradas. Pío II tenía al menos dos hijos ilegítimos. Juan XII se dice que murió haciendo el amor. Y digamos que todos aquellos que adoptaron el nombre de Inocencio no hicieron honor precisamente a ese nombre.
¿La verdad literal de la Biblia? Adán y Eva son «una fábula». ¿Qué decir entonces del nacimiento de la virgen, de las inundaciones planetarias, de hombres que vivían literalmente ochocientos años, o de la separación de las aguas y el cruce milagroso por tierra seca, qué hay de todo eso? Francisco al parecer ha concluido que (sobre todo en Occidente) la gente ya no necesita sacerdotes que digan cosas que todo el mundo sabe que no son ciertas, y que no pueden ser ciertas. Y más que eso: ha insinuado que quizá la Iglesia se haya visto debilitada por asegurar que todas esas cosas son verdades literales.
¿La cultura de la Iglesia católica? Hablando con la autoridad del magisterium, la ha descrito como «narcisista», mirándose demasiado el ombligo, preocupada solo por su propia supervivencia y por el enriquecimiento, en lugar de las necesidades de los pobres. Ha usado términos como «alzhéimer espiritual» para describir a una Iglesia que ha olvidado el ejemplo de misericordia de Cristo, y ha denunciado «el ansia de poder de clérigos trepas». Ha afirmado: «Como todo cuerpo, todo cuerpo humano, la Iglesia está expuesta a padecimientos, disfunciones y enfermedades. Hay que tratarla. Con una medicina muy fuerte».
¿Abusos sexuales? Dirige una institución que, según Bishopaccountability.org —un grupo sin ánimo de lucro que investiga casos de abusos sexuales de la Iglesia— dice que ha pagado tres mil millones de dólares de indemnizaciones a víctimas de todo el mundo, y ahora habla de «tolerancia cero» tanto al abuso como, algo indispensable, al encubrimiento de la Iglesia, encargando a sus obispos, a riesgo de ser considerados cómplices, que denuncien esos incidentes a la policía.
Estas nuevas normas de transparencia, exposición y consecuencias criminales ya han empezado a producir una reducción extraordinaria de los casos de abuso denunciados, indicando así que los actos sexuales criminales de los sacerdotes «sí» se podían reducir, casi a cero, imponiendo de una manera responsable rápidas penas (como la de prisión) y la eliminación del manto protector de la Iglesia sobre los sacerdotes maníacos sexuales. Qué apabullantemente sencilla ha resultado ser la solución, mientras la policía tenga acceso no restringido a los archivos de la Iglesia, y esta iguale o mejore los angustiados esfuerzos de las víctimas para que se haga justicia. Después de todo, el liderazgo católico tiene todos los incentivos del mundo para hacerlo: su supervivencia está en juego.
¿Capitalismo? El papa Francisco ha considerado que es un pecado, un sistema de «economía de goteo» que crea sufrimiento. Se le ha acusado de morder la mano que le alimenta. ¿El medio ambiente? Ha puesto en la diana a los gobiernos mundiales por su pecadora protección de los que están hiriendo a la Madre Tierra, destruyendo nuestro hogar colectivo. En una encíclica larga y cuidadosamente documentada, ha desmantelado las posturas de los negacionistas del cambio climático y las industrias interesadas, solo movidas por el beneficio.
En resumen, se ha mostrado dispuesto a granjearse enemigos muy poderosos. Ya refunfuñan aquellos de la Iglesia que echan de menos las certezas sencillas del papa Benedicto. A veces parece que Francisco solo representa el cambio, y siempre ha sido mucho más difícil conseguir argumentos a favor del cambio que del estancamiento. Aun así, sus razonamientos, cuando se simplifican y se destilan, parecen ser (al menos para mí) que la Iglesia debería «insistir» menos e «incluir» más. Debería producirse una gozosa alineación entre las bellas lecciones que se dan en las iglesias y las bellas lecciones que se dan en los colegios.
La elección de Bergoglio del nombre «Francisco», por san Francisco de Asís, puede ser vista ahora como lo que era: una afirmación de una decisión revolucionaria. ¿Llegará muy lejos? ¿Le «permitirán» llegar muy lejos? El nombre deriva de Francesco Bernardone. Este joven iba caminando por el bosque y encontró una capilla en ruinas. Una de las paredes había caído. Él entró. El crucifijo todavía estaba en la pared donde antes se encontraba el altar. Después, Francesco siempre dijo que «cautivó sus sentidos». Incluso le habló: «Francesco, reconstruye mi Iglesia». Era un hombre práctico y se tomó esa instrucción literalmente, dijo que de acuerdo, fue a la cantera que había en la cima del monte Subasio, cortó piedras, las transportó hasta la montaña y empezó a reparar el pequeño muro roto. Confundió el sentido de Dios, que quería para él algo un poco más grande… ¿Qué enseñanza sacamos? Que hasta el viaje más glorioso puede empezar… con un error.
Déjenme que concluya este prólogo con una nota personal. Soy católico. Al menos me educaron como tal y así me lo dijeron, y puedo atestiguar el hecho de que una vez te imprimen eso, quedas impreso para siempre. Fui educado escuchando la historia de Jesucristo, ese joven judío radical que surgió de Nazaret hace dos mil años, que aseguraba ser el «hijo del hombre», o incluso más audazmente, «el Mesías», y «el Rey de los Judíos», enviado por su padre en una misión divina para librar a la humanidad del pecado original que la afligía desde el Edén. Luego fue capturado y crucificado, pero surgió de entre los muertos dos días más tarde y finalmente ascendió en cuerpo y alma al cielo, y allí sigue hasta un día no especificado en el cual volverá para anunciar el fin de todo el experimento humano. Esa era mi religión. Un cuento, desde luego, pero con la lógica insolente de la verdad. Tácito llamó a la cristiandad «esa superstición maligna», y el escritor Jorge Luis Borges, «una rama de la literatura fantástica». Aun así, esa fue la fe en la cual me crie.
Yo era el penúltimo hijo de una familia extensa, tan católica que dos de mis hermanas se casaron, muy felizmente por cierto, con ex sacerdotes. A nuestra mesa se sentaban sacerdotes, algún obispo incluso, y una vez un cardenal. Nuestro hogar, además del ritual de ir a la iglesia, era visitado una vez al mes por una enorme estatua de la Virgen María, que recorría en solemne procesión toda la parroquia, obligando a mis hermanos y hermanas y a mí a observar, dominados por mi madre, las recitaciones (para mí, tediosas) del rosario, los cantos a la Virgen, pidiendo auxilio, siempre auxilio divino. La vida, ciertamente, era bastante dura en nuestra ciudad, de clase trabajadora, y el dinero tan escaso como los buenos trabajos, de modo que supongo que no perdíamos nada intentando estar en buenas relaciones con la Madre de Dios. No se discutía nada, solo te ponías de rodillas y todo tenía que salir bien, si Dios estaba de tu lado. Así funcionaban las cosas. Nosotros obedecíamos diligentemente, enterrando la cara en el sofá mientras murmurábamos los antiguos conjuros una y otra vez: «Ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte…». Amén.
Por si se preguntan por la política de mis padres en cuanto al control de natalidad, éramos ocho hermanos (más coitus que interruptus). Educado primero por las monjas, progresé hasta los hermanos ordenados y fui bien atendido en dos buenas escuelas católicas. Durante toda mi niñez serví la misa como monaguillo, haciendo mi última aparición con el hábito rojo y la sobrepelliz blanca a la bochornosa y avanzada edad de dieciséis años, ya con barba incipiente en las mejillas, la túnica un par de tallas demasiado pequeña para mí, llevando las vinajeras con el agua y el vino del sacerdote y luego las blancas e inocentes hostias que aquel hombre conectado con el cielo, aquel mago del vecindario, transformaría en el cuerpo real de Cristo. El milagro diario justo ante nuestros ojos. El «cuerpo» de Cristo, abracadabra. Lo crean o no.
Éramos católicos, o más específicamente, «católicos irlandeses» (aunque trasplantados a Nueva Zelanda por barcos de emigrantes, cuatro generaciones antes que la mía). La llama de nuestras raíces irlandesas la mantenía viva en una tierra remota una familia extensa, que solo hacía negocios dentro del círculo cerrado de esa única fe y cultura. Todo eso nos moldeó.
Y mi vida de hoy, la vida de un escritor, tiene sus raíces en la belleza estimulante de la liturgia, que oí por primera vez con unos oídos jóvenes, un arte situado en el lenguaje ampuloso que inclinaba a todos a pensar en múltiples dimensiones a través del tiempo y el espacio, y nunca contemplar la vida sin pensar primero en la muerte.
Lo objetivo estaba unido irreparablemente a lo ficcional, y distinguir entre ambas cosas era algo que se desaconsejaba activamente. No importa, nos enseñaban, que no se pueda probar que algo es verdad: ¿qué sentimientos te hace experimentar? Tus emociones te guiaban. La gente lloraba abiertamente en nuestra pequeña iglesia. Juntaban las manos tan apretadamente para rezar que se les veían los nudillos blancos.
Para esa gente, las creencias eran tan necesarias como cobrar un sueldo. «Había» que creer para salir adelante cada día. La iglesia de nuestra ciudad, hexagonal y sin aguja, estaba en el centro geográfico y psicológico de nuestras vidas. Si alguna vez dudé de eso, mi madre me enderezó enseguida. Si cuestionaba algún aspecto del credo, alguna afirmación rocambolesca hecha desde un púlpito o un libro, recibía la típica reprimenda: «Anthony, un poco de conocimiento es algo peligroso». Que esa mujer, que abandonó la escuela a los catorce años, citase con tanta facilidad al poeta Alexander Pope (o lo citara ligeramente alterado, porque la palabra correcta es «aprendizaje», no «conocimiento») lo ofrezco como prueba de que, en ausencia de escolarización, la Iglesia nos servía como universidad, el sacerdote sustituyendo al profesor.
Este libro, y la película del mismo nombre que lo acompaña (Netflix, 2019, protagonizada por sir Anthony Hopkins y Jonathan Pryce, dirigida por Fernando Meirelles) surgieron específicamente debido a la súbita muerte de una prima mía. El fallecimiento de Pauline hizo que mi hermana mayor, devota católica, me enviase un texto sugiriendo que encendiera una vela si estaba cerca de alguna iglesia. Y lo estaba…